
Hasta aquí todo bien. Hasta aquí ningún problema a la vista. Apagamos la tele y regresamos a nuestras labores. Pero ¿qué ocurre si sobreviene el escándalo?, ¿qué pasa si Melcochita –nuestro mejor comediante, el tío cague e’ risa– aparece en todos los periódicos, los noticieros y los programas de farándula envuelto en el vaho de la infidelidad y la mentira?, ¿qué ocurre si la comedia que representa fuera de la pantalla irremediablemente regresa –oh las parcas– a ella? Pues nada, o casi nada. La comedia sigue su curso. Ya sabemos: las entrevistas, las especulaciones, los rumores. El interés popular por el personaje se acrecienta, se enriquece, adquiere matices hasta ahora desconocidos: ¿Melcochita tramposo?, ¿chibolero?, ¿pegalón? Consumimos con apetito el nuevo material para el debate. Somos duros, acerbos, no le perdonamos la seriedad al cómico, al payaso: ¿qué derecho tiene este tipo de acostarse con una chica de 26 años?, ¿no tiene vergüenza –viejo burro– de engañar a su mujer y embarazar a una chibola?, ¿no se da cuenta que lo están usando?
Todo, más o menos predecible; todo, más o menos rentable. En el fondo, esperamos que Melcochita reciba su merecido y que después regrese triunfante al escenario. Ése es su destino: entretenernos a toda costa. Y está bien. ¿Podríamos exigirle algo diferente? Seamos honestos: admiramos a Melcocha. Posee el raro don de ser igual a todos, con el distintivo de ser popular como pocos. Su vida nos interesa y nos sentimos autorizados a hablar de ella. Al criticarla nos resarcimos de nuestros errores. Nos damos cuenta de que somos mejores. Nos sentimos satisfechos de nuestra integridad moral. Y casi podemos decir –si nos urgen a ello– que sólo se trata de un viejo verde, de un viejo e´mierda. Salvo que oscuramente sabemos que ser un viejo e’ mierda en la tele es algo extraordinario.
C.Q.
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