Las mujeres, por lo general, suelen reprochar mi falta de romanticismo. Reconocen, eso sí, que soy apuesto y no escatiman elogios a mi arrobadora inteligencia. Admiran mi buen gusto y apenas si pueden resistirse cuando, en perfecto alemán, les sugiero que el día es un resorte atrapado por cactáceas impredescibles. Pero les resulta completamente intolerable mi falta de sensibilidad –dicen ellas– para el amor y sus alrededores. Les indigna mi indolencia a la hora de canturrear las canciones de Gian Marco o Alex Ubago. Sostienen que soy apático y, en última instancia, un patán sin perspectiva. Y yo les doy la razón, confiando en que así las cosas volverán a ser razonablemente llevaderas. Pero después de acceder a sus requerimientos aducen que no tengo convicciones y que mi verdadero problema es mi falta de temperamento. ¿Qué hacer? Me digo que es cuestión de esperar, que todo cambiará algún día (no muy lejano, repito perturbado). Entonces enciendo la televisión y asimilo las lecciones de los grandes, de los auténticos maestros del romanticismo, de esos hombres y mujeres de carne y hueso que Televisa hace llegar a nuestros hogares con irreprochable puntualidad y profesionalismo.
Qué mejor razón para deleitar al lector de Periódico de a china con el capítulo final de Corazón Salvaje; novela que, sin duda, constituye una clase maestra del amor cortesano; una joya contemporánea de lo que, en el fondo, es el romance heterosexual en América Latina. Seguro estarán de acuerdo conmigo si digo que en los personajes y la historia de esta producción mexicana podemos sentirnos –digámoslo sin vergüenza– fielmente retratados, como si de un pulido espejo se tratara.
C. Q.
Ud. es sólo un ególatra en decadencia, Sr Quenaya.
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