miércoles, 25 de noviembre de 2020

Maradona: La Mano del hombre

 No hay nada que no se haya dicho de Maradona: Que es un dios, un demonio, un ángel caído. O, de manera más prosaica: Un drogadicto, un tramposo, el mejor futbolista de la historia. Si la literatura hubiera tenido que encarnarse en un ser humano, lo hubiera hecho, sin dudar, en el Diego. Y es que es difícil encontrar en la historia un personaje más literario. El recorrido desde el tugurio infantil a la gloria del argentino, hace palidecer a todos los Huckleberrys del mundo. Sus constantes viajes al infierno no tenían como guía a Virgilio sino a una pelota, que era a la vez su Beatriz. A qué alturas inimaginables hubiera llegado En busca del tiempo perdido si Proust hubiera hablado del cebollita y no de su propia y anodina vida. Samsa despertó convertido en un insecto? Cuantas veces el Diego amaneció convertido en cosas mucho más espantosas? El choque cultural del Salvaje en el Mundo Feliz no es, acaso, un preludio de esa relación perpetua que tuvo con la FIFA, conminándolo a sonreír, a comportarse, a ser ejemplo de juventudes, a vender merchandising, mientras el se inhalaba todo su derecho a sufrir? No son los sesenta años de soledad acompañada por multitudes del Diego el realismo más mágico que podamos haber presenciado? No es, de repente, ese partido con Inglaterra, el aleph en el que confluye todo lo bueno y todo lo malo, todos nuestros anhelos y nuestros odios?

Pero Maradona no es literatura. El Diego es, simplemente, el ejemplo más claro de lo que puede hacerle a un ser humano el sistema social cuando el azar -disfrazado, en este caso, de talento exquisito- catapulta a alguien destinado al olvido mucho más allá de lo permitido por las buenas costumbres. La movilidad social es aceptable siempre que conlleve triunfos modestos: que el hijo del obrero se haga profesional, que el abogado de provincia haga una maestría en el extranjero, que el ingeniero que se ha matado estudiando, con el sacrificio de toda su familia para lograr su título, se compre un departamento en un barrio caro. El salto de la pobreza extrema a la riqueza extrema es una anomalía. Un rico puede hacerse muy rico y no hundirse en el proceso porque se educa, desde chico para esa posibilidad. En cambio, al muy pobre nadie lo educa más allá de la supervivencia. En Sudamérica, el 20 por ciento de la parte más baja de la jerarquía social alcanza un nivel de ingresos medios en el transcurso de 6 a 12 generaciones aproximadamente y a finales de los setentas del siglo pasado, era mucho peor. Por ello, nadie de su entorno esperaba, en el mejor de los casos, más que un destino gris de trabajador manual, cargado de hijos, deudas, alcoholismo, drogadicción y frustraciones; pero entonces, Maradona empezó a patear la pelota y así, como en un pestañeo, pasó a ser idolatrado como todo un dictador del siglo XX y se entregó de lleno a ese hedonismo desesperado de quien nunca tuvo nada. Maradona no aprendió de arte, cultura, idiomas, ni a invertir en bolsa o a disfrutar de Mahler. El Diego hablaba de fútbol, bailaba cumbia y sobrecargaba sus cinco sentidos con el dinero que le chorreaba. Se compraba Ferraris negros que descartaba por falta de estéreos y aunque cargado de lujos, nunca dejó de ser un trabajador manual (o pedal), cargado de hijos, deudas, alcoholismo, drogadicción y frustraciones. El sistema nunca le hubiera permitido otra cosa.  El pobre nunca pertenecerá al mundo de los ricos así gané más que aquellos pero, como pasaba con los gladiadores exitosos y los romanos, aquellos aprenden a tolerar a la estrella de los deportes y al ídolo pop, siempre y cuando conserven las formas, como Pelé, a quien justo por eso odiaba. Maradona nunca pensó en ser un austral Tio Tom y, quizás, esa fue su perdición. A diferencia de O Rei, nunca le interesó guardar la compostura porque sabía que no le debía nada a quienes pretendían domesticarlo y, antes de ser una mascota decidió, quizás sin darse cuenta, convertirse en una tragedia.