martes, 15 de octubre de 2019

El Joker: De bofetones y cosquillas

Aunque parezca una sola película, el Joker nos cuenta una historia dentro de otra, como matrioshka rusa. La primera de ellas, de la que habla todo el mundo, es la de la caída en el abismo de la locura, recreada a la perfección por Joaquin Phoenix, quien construye un personaje enternecedoramente trágico que termina convertido en un chiflado homicida y, por azar, en un símbolo del reclamo social, o de la anarquía, si lo prefieren. 
Ahora bien, aunque la película intenta, o nos hace creer mediante torpes e intencionados paletazos con brocha gorda, mostrarnos un “monstruo que llegó a serlo por culpa de la sociedad”, la degradación del personaje no tiene que ver con “lo dura que está la calle”, sino, más bien, con su enfermedad mental. Veamos: Arthur jamás fue una persona normal. Su problema no era la timidez o la falta de gracia. Ni siquiera su risa histérica. Lo eran sí, la esquizofrenia y un trastorno maniaco bestialmente contenido con fármacos, así como los traumas del abuso infantil, también reprimidos con pastillas. El “monstruo” estuvo siempre allí, solo que se hallaba encadenado. Es por eso que el payaso sufre hasta el momento en que deja el tratamiento. Me atrevo a presumir que la descarga de adrenalina que sobrevino a sus primeros asesinatos (puramente impulsivos, pues no parece disfrutarlos en un primer momento) fue lo suficientemente fuerte como para terminar de expulsar de su cerebro los restos químicos (que ya no le quedaba mucho, tampoco, desde el recorte presupuestario del ESSALUD de Ciudad Gótica) y disfrutar de su yo, sin restricciones. Ese baile en el baño es una Epifanía de reencuentro interior y como nos dice ese dogma milenial,  ”Debemos aceptarnos como somos para alcanzar la felicidad” y eso es, justamente, lo que hizo el Guasón. Ahora bien, ya no es su culpa que su yo interno no le llevara a “viajar donde el destino lo lleve porque el dinero se recupera pero la vida no” sino a asesinar a quienes, consideraba, lo habían agredido.
Al respecto, hay un detalle muy interesante: Aunque lo disfrutara, nunca mató a nadie que bajo su punto de vista no lo mereciera. En ese sentido está muy lejos del sociópata que construyó Heath Ledger en el Caballero Oscuro y mucho mas cerca del Batman de la misma película (Aunque este último tenía una visión mesiánica que recuerda a una patología diferente).  El Joker de Phoenix no dañó a nadie que no le hiciera algo malo, ni siquiera al enano que deja ir aún sabiendo que lo denunciaría, simplemente porque aquel nunca lo trató mal. 
La actitud del Guasón es un poco lo que haría cualquiera de nosotros si no nos viéramos cohibidos por el miedo a las consecuencias -como la cárcel- las que, recalquemos, a un enfermo mental como el Joker difícilmente le importarían en en ese momento. Entonces, el filme nos muestra que Fleck no es, particularmente, peor que cualquiera de nosotros, simplemente las circunstancias y la ausencia de fármacos lo pusieron en una situación que se tornó irreversible. Entonces, podríamos argumentar que sí fue la gente la que lo llevó a asesinar. Pero, repito, en una situación en que la discriminación lógica está hecha pedazos (recuerda algunas de tus borracheras para que tengas una idea),todos actuaríamos más o menos igual. Las personas no son virtuosas por naturaleza y esa es la razón de las leyes y de la policía: Contenernos. 
Sin embargo, cuando la sociedad está construida para pisotear al débil, al diferente, al pobre, al extranjero y para ensalzar, moral y materialmente, al rico (como sucede con papá Wayne en la película o con “que noble es ese multimillonario que tiene una fortuna que no podrá gastarse en 25 generaciones, que ha donado diez mil dólares para ayudar a poner fibra óptica en un poblado de los Andes”) y las fuerzas policiales y  los poderes del Estado cumplen el rol de mayordomos y soldados del capital, llega un momento en que ni la más feroz propaganda ni la más agresiva campaña de consumo logra contener el desencanto, lo que nos lleva a la segunda historia de la película, que a diferencia de la primera, tiene un protagonista más etéreo: la masa. 

Todd Philips sabía que la actuación de Phoenix es tan buena que los productores y demás financistas, obnubilados por el evidente éxito económico que les deparaba, no lograrían ver la lectura atrozmente subversiva que esconde su película. De todas maneras -toda precaución es poca- se protegió un poco mas construyendo ese burdo trasfondo “social” de que la creación del Joker es, en parte, culpa de los recortes en medicinas y de la “gente sin corazón”. Y es que probablemente sin eso, la película hubiera sido muy sospechosa para escapar de la censura. ¿Y qué es lo que nos muestra, entonces? Pues, simplemente, el desencanto del que hablábamos en el párrafo anterior, que, como la enfermedad del Guasón, va creciendo hasta ser incontenible. Por supuesto se nos dice, también, que el millonario de buen corazón hubiera logrado el cambio, pero lo mataron (otra concesión a los productores que ven en esto propaganda de la buena) pero, sutilmente, insinúa que el “moralmente virtuoso” papá de Batman es un tremendo hijo de puta que se acostó con su sirvienta y cuando se sintió con algún derecho sobre “el patrón”, no dudó en encerrarla en un hospital psiquiátrico, un millonario para quien el pueblo no es más que un grupo de payasos, monos que no entienden que la sumisión es el único camino para el orden, un orden que solo él y los que son como él pueden darles. Para Wayne, como para cualquier rico, el pueblo no es más que escoria que le mancha el zapato y hay que limpiársela. Sin embargo, la inmensa seguridad que les brinda el poder y la propiedad de los medios de comunicación, hace que no se den cuenta que el pueblo no solo está consciente de ese desprecio, sino que, poco a poco, también va percibiendo que el sistema busca aprisionarte, aplastarte y venderte la ilusión de felicidad (representada en la película por el programa de televisión de De Niro). En cierto momento la gente empieza a dudar de que el trabajo semi esclavo y los ingresos ínfimos les brinden alguna esperanza para el futuro, así los libros de autoayuda les digan que “el pobre es pobre porque quiere”, especialmente si, con la internet, tienen para comparar sus vidas a las de los Waynes del mundo. Pero -y aquí está lo subversivo- Philips no nos vende la idea romántica de que “el pueblo logra acabar con las injusticias cuando toma conciencia de su poder”, pues la masa puede estar colérica pero los siglos de condicionamiento la han convertido en una mayoría estúpida y servil. La combustión social puede generar un incendio pero no para destruirlo todo y construir algo nuevo donde ellos -y todos- sean importantes, sino, simplemente, están esperando un nuevo líder, un nuevo dueño a quien servir, pero que represente sus fobias y que canalice sus resentimientos. Alguien que les dé carta abierta para ser ahora ellos los hijos de puta. No importa si este alguien no tiene un discurso estructurado, una propuesta concreta. No importa, siquiera, si los reclamos populares le importan un comino al novísimo paladín. Solo necesitan un ícono que legitime sus barbaridades pues no quieren acabar con injusticias de ningún tipo, sino reemplazar, ellos mismos, a las élites en su impunidad y abuso. No importa si ese ídolo de barro es Trump o el Joker o Hitler. La masa solo esté esperando construir un tirano que les prometa oprimir a los otros, hasta que claro, los termine oprimiendo a ellos, como siempre. Esa es el mensaje desolador del filme. La otra, la parte del Gausón, es solo la evolución de una enfermedad sin tratamiento.