jueves, 30 de enero de 2014

Nadal contra el mejor de Suiza: Wawrinka

Entre los años 2004 y 2007, salvo por Roland Garrós, el mundo del tenis conoció una de sus épocas más parejas. Existía una guerra sin cuartel entre un amplio abanico de jugadores, por alcanzar la gloria de jugar la final de cualquier torneo contra Roger Federer y estrecharle la mano luego de que te despachara en un par de sets (o en tres, tratándose de un Grand Slam) sin haber empezado a sudar siquiera.


Pero, contrariamente a lo que suele suceder cuando un jugador o un equipo mantiene el monopolio de las victorias en cualquier deporte (como al Madrid de comienzos de siglo, al Schumi de Ferrari o al insoportable hermafrodita de Cristiano Ronaldo) a Federer no se le odiaba por su dictadura de éxitos. Es más, la mayoría celebrabamos cada nueva victoria del suizo como la primera. Incluso sus rivales solían caer rendidos a sus encantos y nunca se oyó más que elogios para Roger, a tal punto que hasta el Períodico de a China le dedicó un post absolutamente falto de seriedad, que más parecía un vulgar publireportaje.


Sin embargo, como sabemos, la naturaleza tiende siempre hacia el equilibrio (Ya sabemos, el yin y el yan y demás dualidades metafísicas que solemos utilizar cuando no tenemos ganas de pensar en términos científicos) y a cada especie le corresponde un depredador. En este caso, de la sabiduría de la naturaleza surgió Nadal: Un tenista que representaba el esfuerzo absoluto, la hipermusculación, el pundonor y la defensa implacable, que se convirtieron en la armas para vencer a la elegancia de bailarina, el cuerpo de oficinista, la parsimonia de reloj suizo y el ataque vistoso, como cuadro de Paul Klee, que nos regalaba en cada jugada Federer.


Naturalmente, ese estilo de juego lo convirtió en alguien insufrible; más o menos lo que sucede a los fanáticos del fútbol al comparar el talento sobrenatural de Messi y el Ronaldo de Cristiano (utilizando, por supuesto, Ronaldo, como sinónimo de basofia miserable e infecta) o a los del cine, cuando comparan la cadencia sutil de Tarkovski con el efectismo palomitero de Spielberg. Es así que se creó un clásico a la altura de un Brasil-Argentina, Napoleón- Wellington, Boca-River, Marx-Smith, Beatles-Stones o coca-anfetas. Durante un tiempo el Nadal-Federer fue más apasionante que el sexo mismo y varios que conozco, cuyos nombres prefiero mantener en reserva, hubieran vendido gustosos a sus novias o hijos para que los dejaran ver, tranquilos, una final de Wimbledon entre ambos.

Pero, luego de los primeros partidos, Nadal creció como jugador, aprendió a jugar y sumando eso a su capacidad de devolver pelotas con el mismo aguante con que un político curtido devuelve acusaciones de malversación de fondos, empezó a dominar los encuentros, especialmente en Grand Slams donde la tenacidad imposible del español no tiene altibajos (mientras es muy dificl para Roger mantener un nivel de talento extraordinario por 5 sets); por lo que, poco a poco el brillo de esos encuentros se fue apagando y, si bien el mismo Rafa encontró su particular bestia negra en el Djokovic de los últimos años, Federer no volvió a ser un escollo digno de mención para Nadal.

Mientras esta historia se desarrollaba, había otra, mucho más gris, que se iba llevando a cabo en la patria de Federer: El surgimiento de un talentoso joven con una gran técnica y cuya progresión no le importaba a nadie. Wawrinka, que es así como se llama nuestro oscuro héroe, se acostumbró a la opacidad de sus éxitos: "Que gané un torneo ATP" "Bah, Roger a tu edad ya iba por cuarenta y tantos". "Que llegué a la segunda semana en un Mayor" "Bah, si Roger a tu edad ya tenía diecisiete". Se convirtió en la sombra de Federer. "Al menos es una buena persona este hijo de puta" -pensaría cuando lo veía recoger una nueva copa y darle una palmadita en la espalda. Pero de pronto, el pato feo del cuento, se disfrazó de cisne por una vez en su vida y llegó a una final de Grand Slam: Australia, venciendo a Djokovic en el camino, nada menos. Algunos morbosos esperaban una final suiza, con correspondiente paliza y regreso a la gloria de Federer, pero, claro, en el camino estuvo nuevamente Nadal e historia conocida, Roger a hacer maletas y Rafa preparado para igualar el "imbatible" record de 14 Grand Slams (por segunda vez en menos de un lustro) de Sampras, quien fue invitado para la ceremonia de su segunda humillación (que de alguna manera hay que mantenerse vigente, no por nada alguna vez fue considerado el mejor jugador de la historia, aunque ahora suene a chiste malo), pero no se dio. Por una vez, en muchos años, Nadal inclinaba la rodilla ante el suizo, quién desde su superioridad apenas hacía un adusto gesto para festejar su triunfo. Solo que esta vez, el helvético matador de ilusiones tenía otro nombre.

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