La publicidad se ha apoderado del mundo. Ya es prehistórico pensar que compramos algo por su calidad, mucho menos por su durabilidad y, cada vez menos, por su utilidad. El dominio mental que en algún momento intentaron lograr, con muy modesto éxito, Stalin, Hitler, McCarthy, Escrivá de Balaguer o los Backstreet Boys, no tiene punto de comparación a la increíble manipulación a la que nos someten las agencias creativas. Creemos en lo que quieren que creamos, deseamos lo que desean que deseemos. Amamos, sufrimos, nos alegramos por aquello que el comercial de turno nos enseña. Somos unos mansos corderos y los pastores dirigen –inexorablemente- al rebaño al centro comercial.
Pero hay unos pocos casos en que al mirar un comercial descubrimos, en lo más profundo de nuestro ser, que la idea que están vendiendo, el motivo por el que debemos decidirnos a comprar un producto, es mucho más elevado y cierto que todo cuanto nuestros padres y maestros intentaron inculcarnos a lo largo de la vida.
Es en esos momentos en que uno siente que esa manipulación posmoderna, de repente no sea tan mala.
No hay comentarios:
Publicar un comentario