Primer acto: Son las 11 y 30 de la noche en San Marcos, provincia de Huari, departamento de Ancash. En breve se espera la aparición de la cantante popular Abencia Meza. Corpulenta, masculina y de estatura baja, Abencia no es precisamente Lady Dy con polleras. Haber pelado pollos en el mercado ha curtido sus facciones. Su voz –lo saben sus admiradores– es apenas un destemplado gorjeo. Pero no importa. A nadie le interesa el bel canto. A nadie le interesa ver a María Callas solfeando huaynos. Sólo esperan a Abencia. Algunas decenas de personas pugnan por entrar al concierto. El lugar está abarrotado. El gentío intenta trepar para disfrutar el espectáculo. Adentro hay cerveza, hombres, mujeres y parlantes estridentes para reventarse el alma. Un chico –Percy Jara– se esfuerza, como los demás, por conseguir un lugar a empujones. De pronto se oyen balas. De pronto la sangre y el pánico. Percy Jara está en el piso. Su muslo derecho se encuentra repentinamente atravesado por un proyectil. Abencia guarda el arma. ¿Quién sabe si logró lo que quería? Hay confusión, gritos y aplausos. Fin de la escena.
Segundo acto: Locura, amor y muerte comen siempre del mismo plato. La cantante vernacular Alicia Delgado es encontrada muerta en su departamento de Surco. Una correa de cuero alrededor de su cuello explica con elocuencia lo que pasó. Pedro Mamanchura –su chofer– será capturado días después y confesará haber sido el autor del crimen: ¿por órdenes de quién?, ¿cuál es el lugar de Abencia en el homicidio?, ¿era su relación amorosa una sórdida historia de golpes y llantos? Bien visto, preguntar es irrelevante. Mamanchura acusa y Abencia ingresa a la cárcel. Los programas de espectáculo no saben si echarse a reír o a llorar. Pero el llanto y la risa forman parte del mismo negocio. Al final todo lo es, obviamente, salvo nuestras anónimas vidas puestas en vilo por el asesinato. Abencia llora. Se dice que la amaba, se dice que la golpeaba. Seis meses pasan y nuestra heroína sale de la cárcel –¿libre de polvo y paja?–. Las cámaras y los reflectores se movilizan. La expectativa es grande y los corazones peruanos laten cogidos por un puño. Abencia, mujer del pueblo, arroja un cuy por la ventana de su departamento. Un grupo de niños, al pie del edificio, se pelea por arrebatárselo. Abencia sonríe y canta. Fin de la escena.
Tercer acto: Nada como operarse el culo, la nariz y la papada para ahogar las penas. La abdominoplastía –lo sabemos todos– es el mejor remedio para olvidar y empezar a hablar de cosas importantes: Estás radiante, qué bien te ves, me encanta tu color de tinte, ¿quién te operó? Figura nueva, vida nueva. Los programas comentan con interés el cambio de look. ¿Posar semidesnuda? Por qué no. Laura Huarcayo no pierde la ocasión de invitarla. Un grupo de niños –promesas de nuestro folclore nacional– engolosinan a Abencia con sus preguntas: ¿no te daban pena los pollos cuando pelabas los pollos? Claro que no, pequeña. Así era mi trabajo. Todos ríen. Todo está bien otra vez. La cámara hace un close-up al rostro de la cantante. El público se pone de pie. Hay aplausos, vítores y salvas. Fin.
C. Q.
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