Casi todos los placeres en la vida, como el sexo o las drogas, tienen dos únicos destinos: o nos aburren y hastían soberanamente -al punto de abandonarlos del todo- o nos volvemos adictos a ellos. No hay amor que dure cien años ni banquete que no aburra al cuarto plato. Ni siquiera existe una barra libre que en pocas horas no nos asquee o nos deje borrachos. El disfrute casi siempre es efímero. Son muy pocas las cosas que nos gustan que verdaderamente resistan el paso del tiempo y una exposición sensorial constante.
Luego de profundas cavilaciones sólo se me han ocurrido dos actividades que -gracias a su sutil combinación de adrenalina, testosterona, desconexión interneuronal casi completa y dosis que dificilmente superan los 120 minutos- nos sumergen en un éxtasis equivalente al que una religiosa de votos perpetuos debe experimentar al percatarse de la aparición de El Salvador en sagrados paños menores en el interior de su celda. Me refiero, como el lector medio de Periódico de a china debe saber ya, al fútbol de los domingos y a las películas de zombies.
Las películas de zombies, como las comedias románticas, suelen evitarnos imprevisibles giros argumentales que nos obliguen a despertar de nuestro letargo semi opiáceo para tratar de entender el rumbo de la película, pero a diferencia de las últimas, no debemos soportar engendros aterradores como Hugh Grant o Robert Pattinson, sino a simpáticos no vivos come-cerebros a los que se les puede lanzar ráfagas de metralla, granadas o bombas de hidrógeno porque sí, porque son lo que son y todo vale al momento de salvar a la humanidad de sus repelentes prácticas y costumbres. Un poco como valientemente vienen haciendo los Estados Unidos y la Europa Occidental al bombardear afganistanes varios y prohibir antidemocráticas y terroristas burkas, porque -aceptémoslo- ese pedazo de trapo en la cabeza le hace más daño a nuestra civilización que todos los muertos vivientes que nos ha regalado George Romero durante varias décadas.
Incluso los clásicos muertos vivientes poco a poco se van haciendo innecesarios en el cine contemporáneo para justificar una buena masacre de zombies. Generalmente son virus como el de la rabia o el del Islam, los que convierten en la actualidad a pacíficos humanos en máquinas desalmadas y asesinas incapaces de contonearse al ritmo de Lady Gaga y, por tanto, enemigos a los que hay que exterminar ante su ausencia de humanidad y su obsesión por también exterminarnos. Al grito de “o son ellos o nosotros” podemos asistir a la lucha del bien contra el mal, del guapo contra los feos, del que habla la lengua del Señor contra los que emiten sonidos guturales. Como en los westerns de antes. Como en la vida misma de toda la vida. Y los zombies avanzan. Hay películas como The Crazies que nos muestran como han aprendido incluso a portar armas y a utilizarlas. No está muy lejos el día en que los escáners de los aeropuertos deban realizar tomografías cerebrales de rigor, para descartar zombismos ocultos. Pero despreocúpense. Mientras tengamos a Obama podremos descansar tranquilos.
H. P.
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