Los experimentos genéticos en el siglo veinte -cuando aún eran parte de la ciencia ficción- se realizaban en las películas, con el fin de crear súper hombres, o súper especies afines a él, con el sano objetivo de conquistar al mundo o al Universo. El componente ético del asunto era tan irrelevante como el que podíamos encontrar en los viajes en el tiempo o en las películas de aventuras ambientadas en el Vietnam.
Sin embargo, con los años, el hombre fue creando una civilización más respetuosa con las formas (aunque en el fondo seguíamos despreciando al diferente con el mismo tesón que los antiguos sumerios), por lo que matar animales por placer (como los toros) o por alimentación sibarita (para preparar sopa de aleta de tiburón, por ejemplo) o dejar a los perros en la azotea y alimentarlos con las sobras de la casa, se convirtieron en actividades condenables que podrían merecerte el ser desollado vivo en una plaza cualquiera, si tuvieras el infortunio de encontrarte con un grupo de activistas y cometieras la imprudencia de hacer público tu desacuerdo con sus ideas de altísima catadura moral.
Ni qué decir con los humanos. ¡Ay de quién se atreviera a maldecir al delantero que falló un gol cantado, apelando al color de su piel! Ni qué decir de los no natos o de los incapacitados. ¡Pobres espartanos si intentaran, en la actualidad, aplicar sus técnicas de mejoramiento fenotípico!
Y en estas circunstancias, en que la corrección política se amanceba con el "librepensamiento", la manipulación genética y la clonación saltan la valla de la ficción. Apenas se clonó a la oveja Dolly, se pusieron sobre el tapete importantísimas preguntas de actualidad como ¿Se puede clonar el alma? ¿Puede haber dos almas diferentes en dos cuerpos idénticos? ¿Cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler?
Y como todo agnóstico sabe, los seres humanos no podemos truncar los procesos de meiosis que puedan ocurrir en el cuerpo femenino, pues es malo ante los ojos de Dios, como lo es aún peor autorizar mi duplicación para tener un hígado sano que implantarme y no morir de cirrosis.
Por ello, los Estados Unidos -adalid de la libertad y las buenas maneras, como sabemos- y, por ello, la mayoría de países desarrollados del mundo, han prohibido la manipulación genética del genoma humano. Y si los Estados Unidos lo dice tan categóricamente, es lógico suponer que la violación a la prohibición puede causar conflictos, por lo menos, devastadores en la relación del hombre con su propia naturaleza.
Es por eso que, hasta que se descubra un filón altamente comercializable que permita argucias legales suficientes para permitirlo, y de esa manera, cambiar radicalmente su percepción pública, la experimentación con genes humanos seguirá siendo muy mal vista por ONGs, intelectuales progres y la industria cinematográfica de toda la vida.
Por tanto, Splice no crea polémica, sino que refuerza la convicción popular sobre las terribles consecuencias que puede acarrear el jugar a ser Dios. Es la inmortal historia de Frankenstein pero reactualizada a nivel cromosomático.
A pesar de su componente moralinoso, tan en boga, la película finaliza con un claro guiño a aquella otra moral republicana, añeja y fascistona, al darnos a entender que un buen hijo de Dios, es un Wasp nacido de vientre materno, y de preferencia por parto natural; y, que, los otros, seguramente se han cambiado de sexo sólo para aprovecharse de la bondad inherente a la raza aria y violar a sus mujeres.
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