viernes, 29 de agosto de 2014

Jim Thompson: 1280 almas torturadas y un solo escritor verdadero

Hemos hablado hasta la saciedad de la poca estima que sentimos por el personaje Vargas Llosa. Nos parece alguien muy poco fiable para ser un artista: Demasiado ordenado, demasiado meticuloso, demasiado  trabajador, demasiado exitoso. Es cierto que todos ellos son valores positivos; pero, lo son para un funcionario de la Administración Tributaria. Vargas Llosa se ha trazado un plan de vida y lo ha cumplido a rajatabla. Sospecho que hasta los matrimonios con su tía y luego con su prima son parte de una estrategia cuidadosamente planificada; y no, fruto de una mente afiebrada por el amor (Quizás para mantener el apellido inalterable en sus descendientes y justificar, de esa manera, el convertirlo en compuesto).

Nosotros, románticos hasta la náusea, mantenemos una inalterable debilidad por los creadores malditos. Pero no solo por el malditismo alcohólico de Bukowski o Verlaine; sino, también, por el malditismo asocial y reaccionario de un Borges o un H.P. Lovecraft.

No es que pensemos que una obra genial esté, necesariamente, ligada a un autor maldito. Por ejemplo, de los beats, el más consistente literariamente, de lejos, fue Jack Kerouac, cuyas mayores ambiciones en la vida fueron tener una casa cómoda y el reconocimiento de los gurúes zen de moda. Es más, un escritor, un pintor, un escultor consistente son necesarios para mantener en movimiento la rueda de la cultura. Sin embargo, son los malditos los que logran que ésta se salga del camino y empiece uno nuevo.

Claro que no solo el malditismo te garantiza un lugar en el parnaso de los inolvidables, de los ahistóricos o de los genios. La mayoría son una panda de fracasados que, o escriben muy mal (centrándonos solo en escritores) o se encuentran muy drogados para poder intentar hacerlo mejor. Algunos, por otro lado, son buenos escritores, con cuyas novelas no pensarás ser enterrado para que te acompañen en el camino hacia la luz; pero lo suficientemente buenos como para disfrutar de la sinceridad autodestructiva y cínica que suele emanar de sus paginas. Porque, en su caso, la literatura (o el arte en general) es, simplemente, una manera de exorcizar demonios y no la carrera escogida para "alcanzar la excelencia" como pudo haber sido la medicina o la ingeniería aeroespacial.

Es entre ellos, que encontramos a Jim Thompson, un escritor estadounidense de novelas policíacas y guionista, cuya entrada al malditismo se dio casi a la fuerza, al ser hijo de un policia corrupto con ínfulas políticas, que lo dejó a cargo de su abuelo mientras ingresaba en el anonimato mexicano para evitar ser apresado por alguno de sus múltiples delitos. El bendito abuelo lo inició en la lectura pero su influencia fue mayor en el alcoholismo de Jim, al hacerle experimentar sus primeras borracheras con whisky.

Naturalmente, al regreso del padre, éste se escandalizó al ver el camino que estaba tomando la vida de su hijo, por lo que se lo llevó a Texas, donde se dedicó a enriquecerse con petróleo y a ahogarse en la pobreza, cuando se le terminó; lo que llevó a nuestro héroe a trabajar desde periodista hasta panadero en el transcurso de las próximas décadas (incluyendo lo de escritor y guionista, que nunca fueron los trabajos más importantes). Fue entre otras cosas, contrabandista de licor, botones y comunista. Algo debió de ver su esposa en su ritmo de vida, que el exigió someterse a una operación de esterilización (aunque para ese entonces sus genes se encontraban confortablemente repartidos por el mundo). Trató de quedarse de ilegal en París (supongo que para morir como el otro Jim: Morrison) pero ni eso le salio bien y regresó a Estados Unidos a morirse en la pobreza de su particular american dream. 

Por supuesto, como le pasa a cualquier maldito que se precie de serlo, sus obras empezaron a ser reconocidas un tiempo después de su muerte y es así como llega a nuestras manos, ya considerado uno de los grandes del noir estadounidense y nos deja con unas ganas enorme de leer absolutamente todas sus obras. Y no por que sean tan buenas, sino para saber más de lo tremendo hijo de puta que fue su padre y cuantos traumas más, que aún no sabemos, le ha dejado.

martes, 19 de agosto de 2014

Reyes de Arena: G.R.R. Martin nos habla de la política estadounidense en Medio Oriente

G.R.R. Martin es conocido mundialmente por tratarse de un clon de Peter Jackson; y, en menor medida por ser el creador de la saga de fantasía Canción de Hielo y Fuego (No creo que les suene la versión televisiva: Juego de Tronos). Sin embargo, Martin es un autor cuyas obsesiones medievales no le impiden escribir literatura de la importante; es decir, ciencia ficción. Justamente, en un cuento largo llamado Reyes de Arena, nos explica veinte años antes de que suceda, las razones de la barbarie yihaidista que campea en los últimos tiempos en Medio Oriente (Tampoco es que sea EL VISIONARIO, que la estupidez de la política exterior estadounidense es evidente para todos menos para sus encargados).

El cuento nos habla de un hombre de negocios (USA) que ha hecho fortuna en diversos mundos y que cuenta, entre sus pasatiempos, hacer que las diversas mascotas exóticas que va consiguiendo, se maten entre ellas. Para ello, suele organizar agasajos a sus amigos (Europa) para impresionarlo con su boato, lujo y sutiles crueldades, con el ánimo de mantenerlos impresionados con su poder (y por un poquito de orgullo, claro).

 Ya cansado de los animales de siempre (Latinoamérica, Asia, África), cuyos brotes de violencia suelen (o solían) ser excesivamente manipulables, va en busca de algún bicho que logre hacer latir su corazoncito genocida. Es entonces que da con los Reyes de la Arena, una especie de insectos semi conscientes, altamente organizados en sociedades guerreras, feudales, de riguroso poder central y teocráticas (los musulmanes), quienes divididos en grupos cuyas sutiles diferencias solo comprenden ellos mismos, suelen dedicarse a la guerra y a la adoración divina en partes iguales. Por supuesto que la muerte colectiva y el culto a su propia imagen se le hacen irresistibles, por lo que adquiere cuatro grupos de reyes de la arena para ver como se masacran entre ellos. Sin embargo, al momento de comprarlos, se le recomienda alimentarlos adecuadamente para mantener cierto orden (La vieja consigna de pan y circo, tan eficaz universalmente y tan mal utilizada durante siglos). 

Luego de unos días en los que no hay ningún conflicto, el dueño del mundo se aburre soberanamente; por lo que, decide quitarles el alimento. En ese momento, las sutilezas se van al carajo y los reyes de la arena empiezan una atroz carnicería para hacerse con los pocos recursos que les quedan. Ante el éxito de su maniobra, el dueño decide invitar a el grupo de comensales de siempre a unirse a su fiesta destructiva, y lograr, por qué no, un expolio económico a costa de sus bichos (petróleo, que le dicen en el mundo real). La cosa es que todo empieza a ir de maravillas para las perversiones del dueño del mundo y cada vez que los reyes amenazan con la paz, se encarga de quitarles la comida nuevamente y asunto arreglado. 

Pero con lo que no contaba nuestro héroe, es que una sociedad teocrática, no es una sociedad común. La fuerza del resentimiento originado por la religión puede lograr milagros, como el crecimiento desorbitado de los vengativos reyes de la arena, que empiezan a consumir el habitat de su dueño, poniendo en peligro la vida, tal y como la conoce; por lo que, termina sacrificando a sus aliados para salvar su vida, aunque infructuosamente; o, el surgimiento de fundamentalismos musulmanes, yihaidismos varios y violencia irracional ante todo aquello que no corresponda a su religión, destruyendo a su paso cualquier acercamiento a la civilización al que hubieran tenido en los últimos 1000 años.

Hace unos  cuarenta años, el Islam se hallaba aburguesado y relativizado, hasta hacerse, en muchos lugares, casi inocuo. La incipiente globalización había permitido que las mujeres alcanzaran muchos derechos y la tolerancia religiosa era moneda común. Sin embargo,  la ayuda sistemática de los Estados Unidos por destruir cualquier equilibrio político en el Medio Oriente desde aquellos tiempos, ha servido de caldo de cultivo de los extremismos más fanáticos. No es Alá el que aglutina a los fundamentalistas. No es el Profeta el que permite las ablaciones, matrimonios infantiles y la anulación de la mujer y de las minorías. Es el miedo a los Estados Unidos. Es el demonio representado por la bandera de estrellas y barras el que permite la existencia de los talibanes afganos, de los ayatolas iraníes y del Estado Islámico. Estados Unidos ha conglomerado todo el odio de una religión, para hacerlos capaces de los actos más abominables, con la sola excusa de hacerlo contra "América". Cada vez que USA arma a un musulmán para aprovecharse de él, termina siendo traicionado y adquiriendo un nuevo enemigo; pero, como dijimos, la estupidez es la única moneda que conoce ese país en relaciones internacionales; y ha visto muchas películas de acción ochenteras como para darse cuenta de su delicado lugar en la geopolítica mundial.

La única manera de acabar con el extremismo islámico se daría con la destrucción de los Estados Unidos; una vez acabado el enemigo, la simi consciencia religiosa, terminaría por dar paso a la semi individualidad y a las dudas; y de allí a la libertad habrá solo un paso. Curiosamente, la destrucción de la súper potencia no  pasa por unos inefectivos, aunque voluntariosos terroristas islámicos de medio pelo, que saben que sin Estados Unidos se acaba la fiesta y no están dispuestos a eso; sino por su gran aliado y futuro enemigo apenas se le tuerzan las cosas: Israel, o los reyes naranjas de la historia de Martin. 

lunes, 18 de agosto de 2014

La Civilización del Espectáculo: El Marqués se tapa la nariz ante la plebe

Mario Vargas Llosa suele resaltar su condición de arequipeño, a pesar de no haber hecho en esa ciudad más que nacer; pues, pasó la totalidad de su niñez y juventud entre Bolivia, Piura y Lima, ciudades que han influenciado grandemente en su obra; principalmente, en sus primeras épocas de escritor. 

Arequipa, a sus libros o a su vida, no le ha dado nada; pero él no se cansa de publicitar su arequipeñismo. ¿Será por la magnificencia que evoca el nacer al pie del majestuoso volcán Misti? ¿Será la sangre rebelde y creativa que tenemos todos los arequipeños? ¿O será que, como todos, Vargas Llosa ha cedido al impulso del espectáculo y, definitivamente, suena más poético el nacimiento en una ciudad andina que, mal que bien, conserva un cierto hálito legendario (pero no tan lejos del mundo, como una recóndita Cochabamba) tomando distancia de ese provincianísimo desierto que era la Lima del siglo XX y del calor húmedo de una Piura que lo hubiera acercado más a la caribeña cosmovisión de su némesis García Márquez (¡Horror de horrores parecerse al naco con guayabera!)

Aceptémoslo, (mientras bebemos un vaso de cognac Jenssen Arcana, nos fumamos un Cohiba Behike 54 y escuchamos el Canon en Re Mayor de Pachelbel) Vargas Llosa se ha pasado los últimos 40 años tratando de construir su propio realismo mágico; claro que, más que realismo ha buscado pasar de un oscuro, o más bien mediocre, origen sudamericano, a una alta realeza europea; y lo único de mágico que ha logrado, es convertir dos apellidos en uno compuesto, primero; y en título nobiliario, después. 


Naturalmente, el primer Marqués de Vargas Llosa puede tener las ansias arribistas que desee y eso no nos afecta en lo más mínimo; ni tampoco disminuye el aprecio que tenemos por sus libros una vez pasada esa adolescencia en que creíamos que toda novela debía hacernos una cicatriz en el corazón para considerarla buena.


Vargas Llosa es un estupendo escritor. Uno de los pocos latinoamericanos de su época que no se regocija, masturbatoriamente, en los adjetivos;  con una fluidez en su prosa, casi angloparlante. Sin embargo, por mucho que le pese, no es un autor universal. No tiene la complejidad de Joyce ni la sutileza de Borges. Carece de la claustrofobia emocional de Kafka y de la profundidad psicológica de Dostoievski. Incluso le falta la cursilería místico tradicionalista de García Márquez, que hace que miles duerman con sus libros junto a la almohada.


Como ya lo dijimos hace mucho, es un constructor de libros bien escritos que te atrapan desde las primeras páginas y que no puedes dejar hasta terminarlos. Pero que, luego, se van diluyendo en tu mente hasta recordar, apenas, el argumento. Mario, por supuesto, odia eso. Su ego es infinito; su afán de trascendencia, enorme; y su resentimiento, absoluto (Como ha sufrido, en carne propia Fujimori). Por ello, reniega de ser un escritor tan bueno como Murakami o Hemingway. Este último, denostado en su ensayo "La Civilización del Espectáculo" como uno de los representantes de esa literatura efímera, en la que, por supuesto, no se reconoce.

Ese "pequeño" ensayo, como lo define, modestamente, el mismo Vargas Llosa, aunque él lo vea como el estudio definitivo sobre el postmodernismo y la muerte de la civilización occidental (ninguneando en el camino a Derrida, Foucault -de quién disfruta, socarronamente, sus sofísticos ensayos- y a cualquier otro que no acepte, religiosamente, el derecho de la élite a monopolizar la verdadera cultura, la alta cultura -como le llama, afectadamente) es, en realidad, un triste aviso de la llegada a la ancianidad del último grande del boom (La falta de originalidad es tan clamorosa, que hasta el título lo ha copiado, descaradamente, de un ensayo de 1967 de Guy Debord; aunque, claro,  para Mario La Société du Spectacle solo es un nombre "parecido" al suyo). 


Sus 170 páginas se resumen en: La civilización ha degenerado en el culto al espectáculo. Nada más. Para decir eso pudo usar su cuenta de Twitter y aún le hubieran sobrado 87 caracteres. Ni qué decir de las 174 páginas de verborreica nadería que entrega a los amantes de la forma (de los que despotrica) y de la tapa dura, que son, finalmente, el target principal de las editoriales.

Aunque, buscando arduamente en cada página del libro, se encuentra un par de ideas que, aunque no tienen que ver directamente con el objeto del ensayo; son, en cierto modo interesantes:


1° Si bien, la verdadera cultura ha muerto y lo que queda no vale la pena ni para matar el tiempo en el baño; la culpa no es sólo de esas ideas progresistas que le hacen tanto daño a la humanidad; sino, fundamentalmente, de esa multiracialización de la venerable Europa, producto de migrantes zaparrastrosos que, a diferencia suya, no han sabido olvidar sus propias costumbres y convertirse en dignos ciudadanos del primer mundo. Su defensa de la prohibición del uso de la burka en las escuelas occidentales "en aras de la libertad" arrancaría lágrimas de placer a Donald Rumsfeld.

2° El erotimo es bueno, porque pertenece a la alta cultura. La pornografía es mala porque pertenece a la plebe. La facilidad con que tenemos sexo en la actualidad ha hecho que se pierda el elemento más importante del sexo, tal es: La imaginación. La falta de sexo nos lleva a la reflexión, a la invención de sucesos en los que el acto sexual solo es el mcguffin de la expresividad literiaria; y que, para el onanismo en las altas esferas, es más grato el Lolita de Nabokov que un clip de BDSM de 7 minutos. El sexo sin límites es para los perros y para las masas. Las élites, en cambio, hacen el amor y fantasean, lúbrica y artísticamente, dentro de sus monogamias. Es decir, hasta los genitales del buen Mario tienden al elitismo.

Finalmente, pienso que Vargas Llosa tiene razón cuando precisa que no puede existir una cultura popular como verdadera cultura (En el sentido de considerarlas actividades que te llevan a alcanzar el placer por si mismas); ello se debe a que tal cultura popular busca, como objetivo principal, matar el rato. Su condición es, definitivamente, efímera y no pretende, salvo en almas excesivamente simples, alcanzar mayor trascendencia. 

viernes, 1 de agosto de 2014

Con Ánimo De Amar y Her: Dos Películas, La Misma Moraleja

Si quieres saber, buen lector, lo que significa el amor, no tienes más que leer este enlace o este otro. En ambos casos, lo que queda en claro, es la fuerza de la biología, la compulsión obsesiva de los genes por perpetuarse; sin importar que emocionalmente resulten en fracasos estruendosos para los pobres esclavos del ADN, que somos los humanos. 

Sin embargo, hoy estamos decididos a contrariar a todo fanático de la comedias románticas, que nos tilde de pesimistas y hablaremos de dos filmes en los que el amor triunfa:  In the Mood For Love (Con Ánimo de Amar, Deseando Amar o, sencillamente, 花樣年華) de Wong Kar Wai y Her (Ella) de Spike Jonze.

¡Un momento! -me dirán, seguramente. Cómo podemos hablar del triunfo del amor si en ninguna de las dos películas hay un happy ending, luego de la declaración romántica camino al aeropuerto que logra reconciliar a la pareja que sintió fracturada la pureza de sus sentimientos por un malentendido de cuando aún no se amaban; ni hay boda ostentosa donde sus amigos, a su vez, puedan enamorarse. ¡Ni siquiera llegan a tocarse, por Dios Santo!

Y es cierto que en ninguna de ellas, se llega  la consumación física del amor. En un caso, por decisión voluntaria de los involucrados; y, en el otro, sencillamente, es imposible porque a una de las partes le falta, justamente, un cuerpo. Pero en ambas historias, el verdadero fracaso no es el de los amantes frustrados; pues, todas las partes mantienen intactos sus sentimientos hacia la otra parte luego de las separaciones (Samantha de Her no cuenta porque no es humana); y, presumimos, que seguirán manteniéndolos, e incluso, reforzándolos durante años; a menos que les aparezca en el camino una historia que pueda superar a la anterior. Eso es una de las tres cosas que nos alejan del resto de los animales: Nuestra capacidad por perennizar el deseo hacia lo que nunca hemos tenido ni podremos tener (las otras dos son la risa y la pornografía, claro). Siempre recordaremos a la niña que no besamos, al viaje que no hicimos, al carro que no tuvimos, a la vida que no nos tocó, con una ternura que ya quisieran nuestros hijos que hubiéramos tenido con ellos alguna vez. 


Es el mismo sentimiento que una vez tuvieron Jesse y Céline, antes de mandar su momento perfecto a la mierda y cerrar el círculo del enamoramiento-hastío, del que hablaremos en un par de párrafos. Porque, al fin y al cabo, el ADN no va a quedarse sentado mientras ve peligrar su perpetuación por las nefastas perversiones sociales que se inventan los humanos, como el amor platónico o el virtual. 

Veamos: Al amor lo hemos inventado para justificar el sexo monógamo y fundar familias, lo que redunda en la perpetuación de la especie y del orden social. Ante ello podemos oponer algún tipo de rebeldía: El sexo indiscriminado, la masturbación, el sexo grupal, la abstinencia (acompañada de violento fundamentalismo, por supuesto, o de drogas duras); pero a la larga, por mucho que luchemos contra ello, solo nos queda la soledad y el vacío que esta genera (verdadero motor del ADN para sus maléficos planes) y, no hay sexo que dure mil años y, por muy Hugh Hefner que seas, en apenas unas décadas te cansaras de la carne o, peor aún, ésta te será completamente inútil y te lanzarás a los leones, desesperado por unas migajas de compañía, por una caricia, por un "te quiero" que por muy falso que sea, siempre termina sonando mejor que un "son cincuenta la hora, incluye poses, pero no acabar encima mío", como le pasa al bueno de Hefner que por muy dueño del imperio Playboy que sea, terminó claudicando a un matrimonio con alguien que podría ser la nieta de su nieta porque la soledad ya apaleaba sus viejos huesos y, a diferencia de cualquier persona común, tiene el dinero suficiente para pagar una mentira hasta la muerte.
Cuando no eres Hefner, las cosas son aún más sencillas; todos pasamos por el mismo ciclo: Amor, Relación, Hastío, Separación y a repetir el proceso una, dos o catorce mil veces hasta que una circunstancia X: Hijos, vejez, pobreza, fealdad, etc; hace que te sea imposible repetir el bucle otra vez; y, en ese momento aparece un nuevo componente: Resignación. Es allí cuando entran a tallar las telenovelas, los partidos de fútbol, los tés de tías, los viernes de poker, la delegación inmediata del peso de todo lo que quisiste y no pudiste ser, a las espaldas de tus hijos. Es ese el momento, cuando ni tú ni tu pareja se soportan pero no conciben la vida el uno sin el otro, cuando los genes se felicitan unos  otros por la excelente labor realizada.

En In the Mood for Love, la pareja, o mejor dicho, la no pareja formada por Chow y Su, descubre que sus respectivos esposos son, en realidad, amantes y de una manera un tanto morbosa, empiezan a reunirse, entre otras cosas, para seguir tangencialmente las actividades de sus cónyuges. En una situación así, lo normal es la venganza sexual. Sin embargo, nuestros queridos personajes descubren, poco a poco, la enorme afinidad que existe entre ellos. Una afinidad que ni con prácticas forzadas hubieran podido alcanzar con sus verdaderas parejas. Es decir, se enamoran. Pero el hecho de que la circunstancia de su encuentro sea, justamente, la infidelidad, los cohíbe de manera permanente de llegar a algo físico, por el temor a vulgarizar sus sentimientos. Así se pasan gran parte de la película: sin tocarse pero muriendo de ganas de hacerlo; hasta que Chow (siempre es más débil el hombre, por su constante producción de espermatozoides, ya lo sabemos), le propone  a Su irse con él a Singapur. Ella duda el tiempo suficiente como para no encontrarse con él a pesar de su posterior arrepentimiento. Vamos, que al final tampoco habían sido de plomo nuestros héroes. Pero, como no se le ocurre hacer un libro para encontrarla, lo suyo queda como una historia no escrita para siempre, un boceto, un pudo ser, el tipo de amores cobardes que no llegan a historias y se quedan allí, que nos decía Silvio. Y ellos arrepintiéndose toda la vida por sus reparos morales; envejeciendo en posteriores historias grises y añorando borrar el minuto en que las cagaron; pero, claro, ni la vida, ni las películas de Wong Kar Wai te dan segundas oportunidades (Bueno, Chunking Express, sí. Pero no estamos para comedias románticas)

Por el lado de Her, tenemos una historia casi típica: El amor virtual. Siempre somos mejores con el filtro de un teclado. Siempre podemos acudir a la Wikipedia si nos falta un dato o a una página de chistes, para hacernos más amenos. Además, los silencios no son incómodos en la internet y los minutos sin decirnos nada nos sirven para actualizar los estados del feisbug y revisar la prensa. En circunstancias así, es mucho más fácil impresionar y ser impresionado. Es cierto que nos maquillamos un poco, pero también que nos desnudamos emocionalmente sin vergüenza, si sabemos que nuestra amada/o puede ser bloqueado/a con un click, si las cosas no resultan lo que esperamos. Si, encima, nuestra pareja virtual es una supercomputadora que no duerme y que tiene acceso directo a información privilegiada, jamás nos aburriremos con ella. El problema es que, por muy interesante que Samantha sea, el amor implica sexo, porque el contacto físico nos aleja, temporalmente, de nuestra soledad. Puede haber infinidad de personas que digan: A mi lo que me gusta es su interior; pero sin deseo sexual el vacío no desaparece. Sino pregúntense porqué se pasan la vida buscando un hombre/mujer y no se dan por satisfechos jugando playstation o entrenando en el gimnasio con los amigos/as. Los amigos te entretienen, no te llenan; y nuestra inmensa debilidad de portadores de ADN nos obliga a buscar esto último, no las conversaciones. Es por eso que Samantha, máquina finalmente y despojada de esas angustias, busca una sustituta real para que Theodore pueda tener sexo con ella, lo que le resulta mucho más frustrante (Ya vimos lo del deseo en general y lo del deseo individualizado, que es lo que llamamos amor). Finalmente, ella se harta de él, de su patética humanidad (=sexo) y evoluciona por sobre los humanos, con lo que Theodore pierde su atractivo ante el "No eres tú, soy yo"  más mecánico pero sincero de la historia de la cinematografía.

Para concluir, debo confesar que inicié este post para hablar de las bondades del amor frustrado, del coitus interruptus sentimental, que predican estos filmes; pero descubrí que ambas películas nos dicen lo mismo: El amor sin sexo puede que te dure toda la vida; pero no hay Cristo que no prefiera una historia tormentosa, autodestructiva y absolutamente apasionada, aunque te dure, apenas, unas pocas horas.