Los experimentos genéticos en el siglo veinte -cuando aún eran parte de la ciencia ficción- se realizaban en las películas, con el fin de crear súper hombres, o súper especies afines a él, con el sano objetivo de conquistar al mundo o al Universo. El componente ético del asunto era tan irrelevante como el que podíamos encontrar en los viajes en el tiempo o en las películas de aventuras ambientadas en el Vietnam.
Sin embargo, con los años, el hombre fue creando una civilización más respetuosa con las formas (aunque en el fondo seguíamos despreciando al diferente con el mismo tesón que los antiguos sumerios), por lo que matar animales por placer (como los toros) o por alimentación sibarita (para preparar sopa de aleta de tiburón, por ejemplo) o dejar a los perros en la azotea y alimentarlos con las sobras de la casa, se convirtieron en actividades condenables que podrían merecerte el ser desollado vivo en una plaza cualquiera, si tuvieras el infortunio de encontrarte con un grupo de activistas y cometieras la imprudencia de hacer público tu desacuerdo con sus ideas de altísima catadura moral.