Hubo un tiempo en que las series de televisión eran sencillas excusas para pasar un rato con el cerebro en posición de stand by. No había necesidad de analizar complicadas tramas. No te quedabas pensando en las razones que llevaban a una isla a cambiar constantemente de ubicación, ni perdías valiosas noches de sueño intentando descifrar la compleja dicotomía que presenta el comportamiento del protagonista de la serie de las nueve. Las historias eran sencillas; duraban lo justo: un capítulo -o cuanto mucho un "continuará" la alargaba por uno más; siempre sabías que los buenos lo eran por actitudes y por estética, y los malos, siempre serían feos y muy malos.
Es así como la pequeña pantalla se convirtió en infaltable elemento de nuestras vidas. Era tan simple como encenderla y dedicarte a hacer cualquier cosa mientras captabas el par de ideas suficientes como para saber de qué iba esta vez el capítulo de tu serie. No era sólo una manera de perder tiempo, sino también de utilizar lo menos posible las interconexiones neuronales generando un descanso integral que era mucho más profundo y reconfortante que el mismo sueño.